viernes, 21 de octubre de 2011

3º Relato Corto - Sofía por Matilde Asensi

El relato de hoy va dedicado a mi hermana, por ser la enfermera pesada que no descansa hasta arrancarme una sonrisa. Por ser la que me sacude la tristeza y me devuelve las ganas de seguir luchando.

Tú también eres nosotras ;)




Sofía
por Matilde Asensi

Me han pedido que venga a verla porque nada ni nadie consigue hacerla salir del hoyo negro en el que está desde que le diagnosticaron el cáncer. Por suerte, el servicio de Atención al Paciente tiene personas como yo para estos casos, personas que ya hemos pasado por esto.  Entro en el cuarto con una gran sonrisa en la cara y me dirijo hacia la cama en la que está acostada. Nadie la acompaña; su marido está trabajando y los niños en el colegio. Sus padres, al parecer, son muy mayores.
—Hola —murmuro para no despertar a la enferma de la cama de al lado—. Me llamo Concha. Soy voluntaria en este hospital.
Me mira y levanta un poco la mano. Es joven, tiene treinta y cinco años. En las sábanas se nota que acaba de sufrir una mastectomía bilateral y, por descontado, yo no le intereso en absoluto. Está inmersa en su dolor y en su miedo. Tendré que sacar el pico y la pala si quiero derribar el muro que la rodea.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunto, acercan-dome un poco más.
—Bien, gracias —tiene una voz grave muy bonita aunque algo ronca, quizá por el tubo de la anestesia.
—Verás, Chus —se llama Mª Jesús, pero me han dicho que la llame Chus—, el peor síntoma de esta enfermedad es el miedo y, como los médicos ya te han quitado los tumores, ahora me toca a mí curarte el susto.
Sonríe con indiferencia y clava sus ojos en el cristal de la ventana. Estoy segura de que no mira el paisaje. Parece que no está dispuesta a hablarme.
—¡Vamos, anímate! —le digo y, en ese momento, entran por la puerta dos auxiliares y el celador con el carrito de ruedas que pedí en el control de enfermería—. Iremos a dar una vuelta.
—No me apetece —responde. Su pelo moreno, muy corto, enmarca un rostro bonito, de grandes ojos marrones y barbilla redonda. Lástima que esté tan demacrada.
—No te tiene que apetecer —afirmo, mientras las auxiliares, cariñosamente, la destapan y la ayudan con las sondas, los sueros y su herida para que se ponga en pie. Se deja manipular como un muñeco de trapo. Creo que ha dejado de luchar y eso es lo peor que puede hacer.
—¿Quieres vivir? —le pregunto mientras empujo el carrito para salir del cuarto; el celador nos sostiene la puerta. Ella no contesta a mi pregunta—. Pues si quieres vivir vas a tener que pelear duro, ¿sabes?, en este mundo nadie regala nada y el pan no cae gratis del cielo.
Por primera vez, la veo sonreír porque, aunque la llevo delante, se vuelve ligeramente para decirme:
—Mi familia tiene una panadería.
—Entonces ya sabes de lo que te hablo —asiento, sonriendo también.
Empujo el carrito por los fríos e interminables pasillos del hospital. Todo es de color gris en este sitio: paredes, techos, ventanas y puertas... Algún listillo cobró su sueldo por pintar un lugar como éste de un color tan deprimente.
—¿Te van a poner radioterapia?
—Eso me han dicho.
—Pues no te preocupes porque no duele. En realidad, no notas nada. Te radian y te vas a casa. La quimioterapia es peor. Has tenido mucha suerte.
La veo brincar en el carrito. Creo que se ha enfadado.
—¿Suerte...? ¿Qué he tenido suerte? —en efecto, parece muy enfadada—. ¿Llamas a esto tener suerte? —y se señala el pecho plano.
—Estás viva, ¿no?
—¡Estoy enferma de cáncer! ¡Tengo treinta y cinco años y una sentencia de muerte para lo que me quede de vida!
Sujeto el carrito con fuerza y empujo con mayor brío. Hay que llegar pronto o se me sublevará antes de lo previsto. Es una peleona. Eso me gusta. Ésta vivirá.
—Yo tenía treinta y nueve años cuando me noté un bulto en el pecho —empiezo a contarle—. Fui al médico y me mandó una biopsia. Era malo, me dijo, era cáncer.
Se queda callada, escuchando.
—Hace treinta y cinco años que me agarro a la vida —continúo— y no pienso soltarla todavía... ¡y eso que tengo setenta y cuatro! —me río con ganas—. Mis nietos dicen que tendrán que tirarme un piano desde el balcón para poder heredarme. Claro que tienen algo de razón, ¿sabes?, porque después de extirparme el pecho, allá por el pleistoceno, he tenido dos recaídas, metástasis en los pulmones y en la garganta y continúo en tratamiento.
Su silencio y su total inmovilidad son una prueba clara de que me presta absoluta atención.
—No tienes firmada ninguna sentencia de muerte como tú dices —le recalco—. Sólo tienes que cambiar de hábitos, cuidarte más, vivir con alegría, reírte mucho, disfrutar de tu matrimonio, de tus hijos, de tu familia... Sal a la calle y vive. Nadie ha firmado nada contra ti y, salvo que te peguen un tiro, nadie puede jurar que vayas a morirte —vuelvo a reírme—. Mi médico, la doctora Calella, dice que yo me iré al otro barrio por vieja, pero no por el cáncer. Y tú también irás de vieja, ya lo verás.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan segura? —la voz se le corta en sollozos. Al menos, he derribado el muro; ahora viene lo mejor—. No quiero vivir con falsas esperanzas, no quiero tener falsas ilusiones y volver a pasar por esto dentro de unos años o morirme de una forma horrorosa.
Levanto el brazo y saludo a mi amiga Carmen, que está en el pasillo de la planta en la que acabamos de entrar. Chus no se fija en nada, pero ahora las paredes, el techo, las puertas y las ventanas son de colores muy alegres y vivos: naranjas, amarillos, verdes, azules, rojos... Mi amiga Carmen, viendo el gesto de mi cara, se da prisa en abrir una puerta que tiene cerca y se queda allí, esperándonos.
—Yo sólo te pido que vivas —le digo con la seguridad que mi cáncer me ha dado a mí—. Deja de autocompadecerte. La vida te ha golpeado porque tienes que aprender una asignatura llamada alegría. Ésa es la mejor medicina. ¡Deja que todo el mundo te vea! ¡Deja que vean lo valiente, fuerte y luchadora que eres! Transmite alegría y la recibirás a puñados y esa alegría te mantendrá viva.
Cruzamos la puerta que Carmen aguanta con una mano y entramos en una salita pequeña. Allí, varias madres están sosteniendo en brazos a sus hijos recién nacidos. Oigo que Chus suelta una exclamación de sorpresa. Acaba de darse cuenta de que estamos en pediatría. Me acerco a una joven con la que ya hablé esta mañana y extiendo los brazos. Ambas sonreímos. Ella me pasa a su bebé, una preciosa niña de dos días llamada Sofía.
Me giro despacito hacia Chus, que me mira con cara de “no me puedo creer esto” y, acercándome, le pongo a Sofía sobre el regazo. Al punto, su cuerpo reacciona y se vuelve una cobija para la niña. La sujeta bien (sin acercarla a su herida), la acuna, la mira, la vuelve a mirar y, por fin, sonríe, sonríe de verdad y pasa su mano pálida por la carita rolliza.
—¿Entiendes ya lo que intento decirte? —le pregunto, dándome cuenta de que todas las mujeres de la sala nos están mirando—. Con pechos o sin pechos, con piernas o sin piernas, la vida y la alegría son lo más importante.
A pesar de mis setenta y cuatro años y de mis piernas no demasiado seguras, me inclino hacia Chus y le paso mi vieja mano por su cara macilenta. Ahora formamos una cadena de tres mujeres en distintas etapas de la vida, cada una con la mano en la cara de la otra.
—Prométeme que vas a luchar —le susurro—. Prométeme que vas a vivir y a ser feliz. Prométeme que no permitirás que esta enfermedad acabe contigo. Tú puedes con ella.
Sus bonitos ojos marrones me miran y sé que hay decisión en ellos.
—Te lo prometo.
 

1 comentario:

  1. Muchas gracias sisterita!! Sí el relato fuera sobre nosotras, la cosa sería más dura todavía. No sé si con el pico y la pala sería bastante para romper tu muro, pero de todo esto he aprendido mucho. Ahora se lo pesada que puedo llegar a ser si yo quiero, y creo que aun puedo mejorarlo. Siempre voy a estar ahí, incluso cuando no quieras. Somos uña y carne (uña y mugre, como quieras) y al igual que las siamesas si tú estás triste yo también, y si tú estás contenta yo más. YotambiénsoyTUyo!!! Love ya always!!

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