jueves, 20 de octubre de 2011

2º Relato Corto - Antes por Carmen Amoraga

Nunca habría podido describir mejor el angustioso momento en la consulta del ecógrafo, no he podido evitar transportarme a ese Antes del que habla la escritora.  Antes de las lágrimas. 

Para mi madre que esperaba al otro lado de la puerta y que ha sufrido mi tumor como si se tratara de una metástasis gracias a sus millones de neuronas espejo;) Para las miles de madres, padres, hermanos, hermanas... que sufren tanto o más ésta enfermedad.






Antes Carmen Amoraga




La mujer está sentada, desnuda. En realidad, sólo se ha quitado la camisa y el sujetador, pero se siente como en esas pesadillas recurrentes, esas en las que sueñas que estás en la calle y todo el mundo te mira y no sabes por qué y cuando quieres darte cuenta, descubres que has salido de casa sin ropa. Así se siente. Desnuda. Despojada de la ella que era antes. Antes de entrar en ese cuarto pequeño. Antes de que la enfermera le dijera que tras la puerta hay una percha en la que colgar la ropa. Antes de que le apretara el brazo y le dijera tranquila, con la familiaridad de las cosas cotidianas, de las cosas que se repiten día a día, minuto a minuto. Antes de que entrase en el Doctor Peset. Antes de que su amigo le dijese ven mañana a las ocho. Antes de que llamase a Daniel Almenar. Antes de que pensara en él, que era jefe de Oncología del hospital. Antes de que una caricia que iba camino de ser placentera quedase detenida sobre su pecho izquierdo. Qué es esto. Antes. Después. Nada parece ser lo mismo. Y sin embargo.
La enfermera le ha hecho preguntas antes de enviarla al cuarto. Edad. Enfermedades. Antecedentes de cáncer de mama. La mujer ha respondido con un hilo de voz, treinta y siete, las normales, nadie.

Entonces ha sido cuando le ha hecho la caricia, la del brazo, y le ha dicho, tranquila, todo va a salir bien. ¿De verdad? ¿Todo va a salir bien?
Tiene miedo. Le avergüenza tenerlo. Le avergüenza esa seguridad, la de antes. Nunca, siempre. ¿Qué pasará con su vida, con sus planes, cuando salga de allí?
Se pregunta cuántas mujeres han estado como ella, sentadas, desnudas, indefensas, en esa habitación pequeña, en ese taburete minúsculo. Cuántas estarán después. Cuánto desconcierto, dentro del mismo espacio. Cuántas se vestirán felices. Cuántas desconsoladas. Qué pasará después. Cuelgue la ropa en la percha. Tranquila. Todo irá bien.
La mujer está sentada, y sostiene el sujetador en el regazo. Es negro. Con encaje de flores violetas en los tirantes. Es bonito. Le costó treinta euros. Se lo compró a una amiga que los vendía por catálogo. Es guapa, a pesar de que se le ha abierto un agujero en el estómago y se hubiera pasado la noche entera delante del ordenador, buscando información. Antes de que se sintiera estúpida por no haber pensado nunca, o por haber pensado siempre.

Esto nunca me pasará a mí. Ha pasado la noche sin dormir, buscando información en internet. Ahora sabe cosas que antes ignoraba. Por ejemplo, que si tecleas “cáncer de mama” en Google salen 4.170.000 resultados. Sin comillas, 1.080.000 más. Si añade síntomas, la cifra cambia. La información es confusa, contradictoria. Los foros ayudan, algu-nos. Muchas mujeres se curan. Hay mensajes de miedo, pero más aún de ánimo. A otras las abandonan sus maridos. Unas lloran cuando hacen el amor. Otras no vuelven a hacerlo nunca. Algunas dejan pérdidas irreparables, ausencias sombrías, personas que las añorarán y pondrán sus fotografías en los perfiles del Facebook durante meses o tal vez años, como reclamando la propiedad de ese vacío, de esa desolación.
Al apagar el ordenador, le encontró despierto en la cama. Tampoco él podía dormir. También él tenía miedo. ¿Y si todo cambia? ¿Y si todo acaba? Y sin embargo, no fue eso lo que dijo. Dijo: hace menos de un año que fuiste al ginecólogo y te palpó los pechos, y si es un tumor será un tumor reciente, y si te quitan el pecho te lo reconstruirán, y ven aquí y abrázame y si quieres llorar, llora, pero no te quedes
así, tan callada. Ella, que no sabe que a las pocas horas estará desnuda y se sentirá indefensa y querrá hablar con él por encima de todas las cosas, le mira y le sonríe y le dice he estado mirando viajes, este verano nos vamos a Roma. Y le vuelve a sonreír y se tiende a su lado en la cama y finge que duerme mientras le escucha removerse inquieto, a su lado.

Le ha pedido que no la acompañe. Ha querido darle a esa visita un aire de normalidad. No nos volvamos locos, esto no es nada, y si lo es, tampoco será nada. Le mira. He estado leyendo. No nos acojonemos antes de tiempo. Él le ha preguntado si está bien, y le ha dicho que sí. Ha mentido. Es el miedo, que la paraliza. El miedo a una palabra, a dos, mejor dicho: tumor y cáncer. Sabe, ahora lo sabe, que aunque las pronuncien, aunque empiecen a pronunciarlas, en unos momentos, no significará el fin de una batalla, sino el comienzo. Sabe que está en un buen momento para el buen pronóstico; conoce a otras que han pasado por ahí; es consciente de que las estadísticas hablan a su favor. Y sin embargo.
La mujer sigue sentada y hojea un folleto que ha recogido al entrar en el hospital. La mamografía periódica y los avances en los tratamientos permiten tasas de curación del cáncer de mama del 90%. Si tienes entre 45-60 años hazte una mamografía. Lo lee un par de veces. Quiere levantarse del taburete. Quiere ser valiente. Quiere dejar de tener miedo a la nada, a dos palabras, a once letras, a un mundo que no será el mismo pase lo que pase después. Sonríe. Le dan risa esos pensamientos grandilocuentes, porque sabe que si no es nada, que si no es más que una glándula inflamada por la ovulación, que si es un quiste sin importancia, de grasa, por ejemplo, o un grano que le ha salido al revés, nada dejará de ser como antes, como ayer, como cuando la caricia inició su recorrido ignorante se iba a detener el trayecto tantas veces caminado. Todo será igual, y volverá la prisa y la desgana y la pereza de vivir cada momento como si fuera único y último, intensamente.

No puede mover un músculo. Quiere dejar el sujetador en la percha, ponerse en pie, vestirse con la bata, salir del cuarto, dejarse aplastar esa masa blanda, blanca, por el mamógrafo. Quiere mirar a la enfermera, buscar su complicidad en esa postura incómoda. Quiere ponerse frente a la doctora, sentir sus dedos fríos, fríos a pesar de estar enguantados, recorrer su axila, pellizcarle el pecho, despacio, concienzudamente, que para eso es la amiga de su jefe. Quiere escuchar sus palabras.

La mujer sentada se sobresalta. La enfermera llama a la puerta y la abre sin esperar respuesta. ¿Vamos? La palabra la levanta, como cuando era niña y los brazos de su madre la sacaban del suelo en el que se había empecinado en permanecer por cualquier absurda rabieta. Su madre. Ay. Qué le dirá si le dicen.
La enfermera le pide que la siga. Le dice que la doctora la está esperando. Le pregunta si quiere algo. La mujer la mira. Quiero ir a Roma, le dice. Sonríen. Caminan.

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